En busca de la felicidad

Por altos robledos y hiedrosas vides perseguí a la Felicidad con ansia de hacerla mía. Pero la Felicidad huyó y corrí tras ella por cuestas y cañadas, por campos y praderas, por valles y torrentes hasta escalar las ingentes cumbres donde chilla el águila. Crucé veloz tierras y mares; pero siempre la Felicidad esquivó mis pasos. Desfallecido y agotado, desistí de perseguirla y me puse a descansar en desierta playa. Un pobre me pidió de comer y otro limosna. Puse el pan y la moneda en sus huesudas palmas. Otro vino en demanda de simpatía y otro en súplica de consuelo. Compartí con cada menesteroso lo que de mejor tenía. Entonces he aquí que, en forma divina, se me aparece la dulce Felicidad y suavemente musita a mi oído, diciendo: “Soy tuya”.

Ode to Healing

Una pústula es algo bello,
una moneda que ha acuñado el cuerpo, con un lema invisible: En Dios confiamos.
Nuestro cuerpo nos ama y, aunque el espíritu sueñe a la deriva,
él se ocupa de reparar el daño que le hacemos...

Cierra los ojos, pues sabes que la curación es obra de la oscuridad,
y la oscuridad una túnica de la curación,
que al bajel de nuestra trémula aventura
lo mueven mareas que escapan de nuestro control.
La fe es el requisito de la salud: este es el hecho con que contamos a falta de mejor prueba de la existencia de Dios.

Volar

En la infinitud de la vida, donde estoy, todo es perfecto, completo y entero, y sin embargo, la vida cambia siempre.
No hay comienzo ni hay final; sólo un reciclar constante de la sustancia y las experiencias.
La vida jamás se atasca, ni se inmoviliza ni se enrancia, pues cada momento es siempre nuevo y fresco.
Soy uno con el mismo Poder que me ha creado, y que me ha dado el poder de crear mis propias circunstancias.
Me regocija el conocimiento de que tengo poder para usar mi mente tal como yo decida.
Cada momento de la vida es un comienzo nuevo que nos aparta de lo viejo y este momento es un nuevo comienzo para mí, aquí y ahora.

Todo está bien en mi mundo.

Ho ´Oponopono II

"Las memorias revividas ocupan el lugar de lo Vacío en la Identidad Propia, impidiendo la manifestación de Inspiraciones. Para remediar esta situación, para restablecer la Identidad Propia, las memorias han de ser transformadas en Vacío, a través de la transmutación hecha por :

"Limpia, borra, borra y encuentra tu propio Shangri-la. ¿Dónde? Dentro de ti." Morrnah Nalamaku Simeona.

"La existencia es un regalo de la Divina Inteligencia. Y el regalo ha sido dado con el único objetivo de restablecer la Identidad Propia a través de la solución de problemas. La Identidad Propia Ho'oponopono es una nueva versión de un proceso ancestral hawaiano de solución de problemas, de arrepentimiento, perdón y transmutación.

"El Ho'oponopono envuelve la total participación de cada uno de los cuatro miembros de la Identidad Propia: la Divina Inteligencia, la Mente Súper Consciente, la Mente Consciente y la Mente Subconsciente - trabajando juntas como una unidad. Cada miembro tiene su propia parte y función."

"La Identidad Propia opera a través de Inspiración y memoria. Apenas una de ellas, memoria o Inspiración, puede estar al mando en la Mente Subconsciente en determinado momento. El Alma de la Identidad Propia sirve apenas a un maestro de cada vez, habitualmente a la memoria, la espina, en vez de a la Inspiración, la rosa."

"Lo Vacío es el punto común, el fundamento, el ecualizador de todas las Identidades Propias, "animadas" e "inanimadas". Es la fundación indestructible y atemporal de todo el cosmos, visto y no visto.

Las memorias revividas ocupan el lugar del fundamento de la Identidad Propia, alejando el Alma de la Mente de su posición natural, lo Vacío y lo
Infinito. Aunque las memorias puedan ocupar el lugar de lo Vacío, ellas no pueden destruirlo. ¿Cómo puede ser destruido lo Vacío?

La Mente Consciente puede iniciar el proceso del Ho'oponopono para liberar las memorias, o puede permanecer supeditada a ellas, con culpa y pensamiento."

Identidad Propia Ho'oponopono (Solución del problema)
Arrepentimiento y Perdón
1. La Mente Consciente inicia el proceso de solución de problemas Ho'oponopono, petición a la Divina Inteligencia para que transmute las memorias en Vacío. Ella reconoce que los problemas son las memorias, revividas en tu Mente Subconsciente; y que éstas son responsables por ello al 100%.

2. El flujo descendente de la petición encaminada a la Mente Subconsciente, gentilmente pone en movimiento las memorias para transmutación. La petición entonces sube a la Mente Súper Consciente, proveniente de la Mente Subconsciente, y

3. La Mente Súper Consciente examina la solicitud, haciendo las modificaciones que estime adecuadas. Por estar siempre ligada a la Divina Providencia, ella está en condiciones de examinar y hacer modificaciones. La petición es entonces encaminada hacia arriba, a la Divina Inteligencia, para revisión final y consideración;

Identidad Propia Ho'oponopono (Solución del problema).
Transmutación por la Divina Inteligencia
4. Tras analizar la solicitud enviada hacia arriba por la Mente Súper Consciente, la Divina Inteligencia manda energía de transmutación a la Mente Súper Consciente;

5. La energía de transmutación fluye desde la Mente Súper Consciente para la Mente Consciente.

6. Y la energía de transmutación fluye desde la Mente Consciente para la Mente Subconsciente. La energía de transmutación primeramente neutraliza las memorias designadas. Las energías neutralizadas son entonces liberadas para almacenaje, dejando un vacío.

Los Pensamientos y la culpa son memorias revividas. "¡El Alma puede ser inspirada por la Divina Inteligencia sin darse cuenta de lo que está sucediendo! El único pre-requisito para Inspiración, creatividad Divina, es que la Identidad Propia sea Identidad Propia. Ser Identidad Propia requiere la limpieza incesante de memorias.

Las memorias son compañeras constantes de la Mente Subconsciente. Ellas nunca dejan a la Mente Subconsciente para irse de vacaciones. Ellas nunca dejan a la Mente Subconsciente para jubilarse. Las memorias nunca se detienen en su incesante revivir!"

Al practicar el Ho'oponopono, no lo hacemos para modificar al otro, sino para que la Divinidad limpie en "nosotros" los pensamientos cargados de memorias dolorosas, que nos hacen ver al otro como problema. La limpieza tiene lugar en ti... el trabajo se hace contigo... pero como esas memorias son compartidas... al limpiar en nosotros estamos limpiando en el Todo.

Es fundamental comprender que, cuando observamos algún problema en alguien, aquella persona es tan sólo un reflejo de una memoria guardada en nuestro subconsciente que se expresa a través de aquel problema en aquella persona. El problema no es la persona, sino nuestros pensamientos sobre ella.

Esas memorias, tengamos o no conciencia de ellas, son proyectadas todo el tiempo, creando nuestra realidad... haciéndonos repetir experiencias
sucedidas en historias que nos dejan sin comprender el por qué, ni como salir de ellas...

Muchas veces, en esas situaciones que se repiten, tenemos la ilusión de que el problema está en el otro y que si él cambiase el sufrimiento se acabaría... e invertimos mucha energía en esa búsqueda de la modificación del "otro".

Otras veces, si el problema es del "otro" preferimos mantener una distancia confortable... desde donde podemos asistir, y continuar interfiriendo con nuestros pensamientos... nuestros enjuiciamientos y exacciones... Solamente que el "otro"... somos nosotros mismos... y es nuestra responsabilidad limpiar todo lo que hemos creado a partir de nuestros pensamientos y creencias acumulados desde el comienzo de nuestra experiencia.

El Ho'oponopono... viene a traernos la posibilidad de asumir el 100% de la responsabilidad sobre todo aquello que nos incomoda... en personas... situaciones... lugares, y a partir de ahí nos da herramientas preciosas para que se limpien las memorias que hacen que esto nos incomode...

En verdad nuestro trabajo no es más que recibir lo que nos llega cada día... como un "regalo".

"Las memorias son compañeras constantes de la Mente Subconsciente. Ellas nunca permiten que la Mente Subconsciente salga "de vacaciones". Ellas nunca consienten que la Mente Subconsciente se retire para dentro de si misma. ¡Las memorias nunca dejan de recordar, incesantemente! Para acabar de una vez por todas con las memorias, ellas deben ser borradas también de una vez por todas."

Cuando vuestra Alma experimente problemas de recordaciones, decidles mentalmente o silenciosamente: "Yo os amo, queridas memorias. Os agradezco la oportunidad de liberar todo de vosotras y de mí." "Yo te amo" puede ser repetido mentalmente una y otra vez. Las memorias nunca salen "de vacaciones", ni se jubilan, a menos que tú las jubiles. "Yo te amo", puede ser usado incluso si tú no eres consciente de los problemas.

Podemos hacer durante todo el tiempo ese proceso de desechar las memorias y restablecer la Identidad propia... y así abrir espacio para que nuestra realidad sea creada por Inspiración Divina.

Ho ´Oponopono

"Cuando haces el Ho'oponopono, lo que ocurre es que la Divinidad recoge los pensamientos dolorosos y los neutraliza o los purifica. No se trata de neutralizar o purificar a la persona, el lugar o la cosa. Lo que queda neutralizado es la energía que está asociada a la persona, lugar o cosa. Por lo tanto, la primera fase de Ho'oponopono es la purificación de la energía.

Lo que nos impide tener una vida plena, en la que podamos ejercer nuestros Dones y disfrutar de toda la felicidad que proviene de estar cumpliendo nuestro propósito divino, sin esfuerzo y con levedad, es el hecho de estar cautivos del pasado por los muchos nudos que hemos creado a lo largo de nuestras vidas... A medida que deshacemos esos nudos que nos atan al pasado, podemos estar más enteros y presentes para servir en este momento tan especial del Planeta.

Claro que no sirve de nada que limpiemos lo que nos ata al pasado si continuamos a crear, en el presente, los mismos patrones que nos van a mantener sujetos a las mismas viejas historias. Por ello es bueno que estemos atentos a lo que estamos creando en nuestro presente... comprendiendo que se nos está dando la oportunidad de limpiar todo un pasado... para poder empezar un nuevo tiempo, sin culpas... ni miedos... con más Luz... Consciencia y Amor.

Al hacer el Ho'oponopono tú pides a Dios, a la Divinidad, que limpie y purifique el origen de estos problemas, que son los recuerdos, las memorias. Así neutralizas la energía que asocias a determinada persona, lugar o cosa. Durante el proceso esta energía es liberada y transmutada en pura luz por la Divinidad. Y dentro de ti el espacio que ha quedado vacante se rellena con la luz de la Divinidad. Entonces, en el Ho'oponopono no existe culpa, no es necesario revivir sufrimientos, no importa saber el por qué del problema, de quién es la culpa, o su origen.

En la práctica, lo que hago siempre que algo o alguien me incomoda, es que me acuerdo de que si he atraído aquello para mi realidad... si me he dejado
afectar por aquello, se debe a que yo tengo dentro de mí una parte de la cual aquello es un reflejo.

Por ejemplo: si una persona me juzga o me rechaza o es agresiva conmigo, al comprender que de alguna forma aquello se encuentra dentro de mí y es lo que atrae las situaciones externas Generalmente cuando somos afectados por alguna situación desagradable, puede ocurrirnos sentir una opresión en el pecho o en la garganta...u otro malestar cualquiera

El Ho'oponopono funciona de forma que no necesitamos pensar sobre lo que estamos liberando, no pasa por la razón

"Lo esencial es practicar este método lo más posible, inclusive cuando parece que no está pasando nada

Para problemas financieros, de amor, de cosas que no se resuelven... en fin, sea cual fuere la situación... podemos hacer Ho'oponopono, porque toda situación que nos trae sufrimiento es fruto de las memorias guardadas en el subconsciente y siempre podemos pedir a la Divinidad que limpie esas memorias.

Puedes imaginar la situación que te aflige y preguntar a la Divinidad qué hay en ti que está creando aquel problema... Y continuar de la misma forma, pidiendo a la Divinidad que haga la limpieza.

Si es una situación que envuelve a varias personas, recuerda que las memorias son compartidas por todos y que, a medida que asumes el 100% de la responsabilidad por esas memorias, y pides a la Divinidad que haga la limpieza.... todos van a beneficiarse.

Advertimos el problema y nos sentimos incomodados por él... Lo primero que
hacemos es creer en aquel problema. Tú crees porque lo percibes como real... y no tendrías por qué no creer en algo que se ha concretado en tu realidad... puesto que los "síntomas" de aquel problema son bien visibles...

Si es una enfermedad, por ejemplo... una gripe... me lo creo, porque estoy sintiendo todos los malestares y percibiendo los síntomas... Al creerlo, generalmente lo comparto con otras personas... les digo que tengo la gripe... esas personas lo creen y no tendrían motivo para no creerlo... Al divulgar nuestros problemas, inocentemente, estamos... además de crear nuestra realidad... haciendo que otros nos ayuden en esa creación.

Generalmente lo contamos a alguien... y a otro más... y si es un problema que se repite entonces... se lo contamos a mucha gente... e incluso... varias veces a la misma persona, además - claro - de pensar repetidamente en aquello. Algunos también van a difundir esa noticia... y muchas veces personas a las que ni siquiera conozco van a creer también en aquello. En fin... al dar a alguien la noticia de cualquier problema, estaremos lanzando algo sobre lo cual ya no tenemos control... Eso ocurre tanto para las cosas "malas"... como para las "buenas" pero... desgraciadamente, parece que mucha gente prefiere creer y divulgar más las cosas "malas".

Cuántas veces recordamos y comentamos cosas que han ocurrido hace mucho tiempo... y "creemos en ellas", contándolas con claridad de detalles, porque han quedado grabadas en nuestra memoria.

Casi nunca estamos "nuevos" para una experiencia

El "bien"... el "mal"... apego o aversión, nos mantienen sujetos a la dualidad, impidiéndonos estar por entero en el presente. Estamos en una época en que se nos exige total disponibilidad para recibir las nuevas posibilidades que llegan con el Nuevo Tiempo... recibir sin interferencia de miedos o preferencias... Simplemente recibir por entero... con Amor.

No definas quien eres tú, porque puedes acabar creyéndotelo... y realizándolo así... Si alguien te preguntase quién eres... cuáles son las cosas te gustan y que no te gustan en ti, física y emocionalmente... tus características más pronunciadas... tu reacción ante determinadas cosas y situaciones... buscarías en la memoria y sabrías qué responder...

Buscarías en la memoria...

Si te preguntasen cómo reaccionarías si tuvieses que despertar muy temprano... lo sabrías. Si te preguntasen cuál es el color que más te gusta... lo sabrías. Qué comida prefieres... qué canciones... En fin, podrías responder a una lista interminable de cuestiones sobre ti misma (o)...

Nos consideramos ya tan definidos que ni siquiera osamos estar en el presente... para no correr riesgos... casi nunca nos damos la oportunidad de experimentar el presente, porque ya respondemos a él buscando en la memoria lo que supuestamente "somos"... lo que "nos gusta y no nos gusta"... Ya tenemos preparadas las reacciones para muchas situaciones del día-a-día... almacenadas en la memoria... procedemos... o mejor, reaccionamos ante la vida basándonos en nuestro sistema de creencias. Hemos aprendido a "aprender" tantas cosas para facilitar nuestro día... hemos aprendido que cuanto más definidas tuviésemos las cosas, mejor podríamos "enfrentar" la vida.

Cuántas veces hemos escuchado ya esa palabra, "enfrentar" en referencia a la vida... como si vivir fuese algún tipo de lucha. Al entrar en la vida armados con tantas creencias... estamos tan sólo literalmente enfrentando la vida, usando como escudo esas memorias acumuladas. Cada día... incluso antes de abrir los ojos... nos acordamos de quienes supuestamente "somos", y nos ponemos esa armadura, que está acompañada de lo que nos gusta o no... y de todas las características que hemos definido para nosotros mismos... que actúan consciente o inconscientemente todo el tiempo.

Y así... armados, vamos, a lo largo del día... excluyendo o defendiendo cosas sin darnos cuenta de que... lo que defendemos son memorias de experiencias ya vividas... ya pasadas..., y casi nunca estamos limpios y abiertos para recibir el presente.

La vida solamente es lucha cuando entramos en ella armados de creencias que no dejan ningún espacio para lo "Vacío". Desde lo Vacío la Inspiración Divina nos guía...

A partir del momento - denominado "caída" - en que el Hombre dejó de confiar únicamente en la Divinidad y pasó a creer que él también podría y debería controlar los acontecimientos y tomar las decisiones sirviéndose de la razón... ha comenzado a arrastrar las experiencias de una relación para otra... de una vida para otra... guardándolas en la memoria.

Hemos empezado... y seguimos, a acumular las memorias porque hemos considerado que eso nos daría seguridad; al fin y al cabo... si el ego ha elegido tomar el control, cuanta más información guardada tenga, mejor será... Y así es cómo el confiar en la Divinidad ha venido siendo, cada vez más, reemplazado por el confiar en nuestras (las del ego) propias opciones y decisiones... Hasta que las memorias fueron tantas y tantas que han ocupado el espacio de lo Vacío...

Y hubo incluso quien se ha olvidado de que existía "otra" posibilidad de manifestación y de creación que no fuese esa de buscar en la memoria y revivir cosas... Ya casi nadie se acordaba de la Inspiración Divina... de lo Vacío...

Considero que el "paraíso" puede ser aquel estado de conciencia en el cual confiamos plenamente en que El Gran Misterio nos provee de todo, natural y simplemente... sin que ni siquiera tengamos que pensar en ello... No necesitamos siquiera "querer" porque todo cuanto sea para nuestra felicidad real, se manifiesta sin esfuerzo, a tiempo y a su hora.

Esa confianza es una entrega Total... porque sabemos que en la conexión con la Divinidad está la llave del "paraíso", donde somos recipientes vacíos para el flujo continuo de las bendiciones del Creador.

"Las memorias revividas dictan lo que la Mente Subconsciente tiene como experiencias."

"La Mente Subconsciente realiza la experiencia a través de la imitación, haciendo eco de las memorias revividas. Ella se comporta, ve, siente y decide exactamente lo que le dictan las memorias. La Mente Consciente también opera, sin que tenga conciencia de ello, a través de memorias revividas. Éstas dictan lo que la Mente Consciente experimenta, tal como demuestran las pesquisas."

"¡Es crucial en el proceso de resolución de problemas, darnos cuenta de que el cuerpo y el mundo no son problemas por sí mismos, sino efectos, consecuencias, de memorias revividas en la Mente Subconsciente!

¿Quién está al mando?"

"Lo Vacío es la base de la Identidad Propia, de la Mente, del Cosmos. Es el estado precursor de la infusión de Inspiraciones generadas en la Divina Inteligencia y enviadas a la Mente Subconsciente."

Todo cuanto saben los científicos acerca del Cosmos tiene origen en lo Vacío, y retornará a lo Vacío de donde ha venido. El universo comienza y termina con cero.

Autoliberacion Interior

Ejercicio de fantasía
Piensa en una persona conocida y date cuenta de las veces que le has exigido comportarse de determinada manera, y pídele perdón por haber querido cambiarla. Habla con ella con sinceridad, sin miedos. Puedes decirle algo así: "Tú haz tu propia vida. Yo no voy a enfadarme porque obres de una manera distinta a como yo lo haría. Entiendo que eres libre de hacerlo, pero eso no quiere decir que no voy a protegerme de las consecuencias de tus actos. Yo me protegeré cuando lo crea necesario, pero no voy a protegerte de ti mismo."

La persona libre es la que es capaz de decir sí o no con la misma sencillez en cualquier circunstancia.
Si aveces dices sí por no desilusionar a la gente, eso no es amor, es cobardía. Un gran ejercicio para el amor es saber decir no. Cuando alguien te pide algo insistentemente, como si le fuese la vida en ello, y tú no ves lo positivo de que accedas, sé capaz de decir sencillamente, y todo lo enérgicamente que sea necesario, que tú no sueles hacer regalos ni concesiones a las personas si no tienes claros los medios ni los motivos psicológicos para hacerlos. Porque, si no, te vas a quedar resentido de su imposición, y él va a ser una víctima de ese resentimiento que provoca y, además, estarás retrasando su crecimiento y su autonomía como persona. Ser disponible, estar abierto, no es eso. Eso es miedo a perder la imagen y cobardía ante la verdad, porque decir la verdad es, a veces, difícil. No quieres darle un remedio, pero quieres que se cure y, en cambio, no aguantas que se porte así. ¡Cobarde, egoísta, hipócrita!, ¿qué hay de bueno en tu actitud? Si hubieras estado completamente libre del sentido de culpabilidad, le hubieras dicho sencillamente que no.

El egoísmo es exigir que el otro haga lo que tú quieras. El dejar que cada uno haga lo que quiera es amor. En el amor no puede haber exigencias ni chantajes.
Algunos me han preguntado cuándo voy a hablar de Dios. Y yo creo que, en lo dicho hasta ahora, lo único que he hecho es hablar precisamente de Dios. A Dios sólo se le puede conocer por la vida, que es su manifestación. Él está en la verdad, y de despertar a la verdad se trata.

Se cuenta que un árabe fue a visitar a un gran maestro y le dijo:
-Tan grande es la confianza que tengo en Alá que, al venir aquí, no he atado el camello.
Y el gran maestro le contestó: -¡Ve a atar el camello, idiota, que Dios no se ocupa de lo que tú puedes hacer! Dios es Padre, pero un buen padre que ama en libertad, y quiere y propicia que su hijo crezca en fuerza, sabiduría y amor. El niño que está apegado a sus padres es un niño enfermizo psicológicamente, por culpa de sus padres.

El niño es incapaz de amar, pero necesita ser amado. Es un ser que nace espontáneo y libre para buscar y aprender desarrollando su experiencia con sus cinco sentidos y la atención alerta para captar la vida. Si sus padres le condicionan el amor que necesita a una obediencia y a unas reglas, perderá su libertad, y por miedo a perder el amor de sus padres, su acogida y sus caricias, comenzará el apego. Tiene miedo a la angustia que le produce el rechazo de sus padres, y sólo por eso se someterá. Eso es un chantaje afectivo que va a pagar muy caro durante toda su vida. Ese niño crecerá creyendo que el amor, el cariño, hay que comprarlos, y tendrá una dependencia y un apego que confundirá con el amor. Su mente estará programada. Las personas programadas van buscando siempre hacer las cosas mejor. Van ansiosos de victorias, de conquistas, de logros y nunca están satisfechos, por eso sufren tanto cuando no alcanzan las metas que su exigencia les impone.

Son seres que no viven ni disfrutan con lo real.Estos seres extienden su exigencia a los demás y por eso están incapacitados para amar. Buscan la felicidad donde no está.Sólo en la libertad se ama.
Cuando amas la vida, la realidad, con todas tus fuerzas, amas mucho más libremente
a las personas.Si disfrutas de mil flores, no te agarras ninguna; pero si agarras sólo una, no disfrutas
del resto. La causa de mi felicidad no es el amigo, pero brota cuando estoy con él. Antes creía que la sinfonía sonaba sólo cuando estábamos juntos, pero ahora veo que la felicidad no es casual.
La felicidad es evidente siempre si no le pones estorbos. Los estorbos más grandes de la felicidad pueden ser los apegos.

Lo que importa no es ni tú ni yo, sino la relación, libre de exigencias, del amor.
Hagas lo que hagas no tengo miedo a que me ofendas ni a ofenderte. No tengo ningún deseo de impresionarte. Prefiero ser sencillamente lo que soy, con mis formas, y deseo que me aceptes así.
Precisamente con esta relación tiene sentido el matrimonio, y no por las promesas ni los contratos.
Ya que no te necesito para ser feliz, no te ato ni me ato.

Tú eres mi instrumento favorito, pero no renuncio a escuchar los demás.
El amor es una sensibilidad que te capacita para escuchar todos los instrumentos, precisamente porque
uno despertó más hondamente esa sensibilidad. Y la armonía se logra cuando, juntos, estáis disponibles y sensibilizados para escuchar todas las melodías.

El amor y la felicidad están dentro de ti: eres tú mismo.

Las hojas verdes del Té

Aforismo I
Los rizos del lago se mueven
por la agitada acción del viento.
Pero es gracias al sol,
que podemos observar su suave danza.
El hombre sabio ve en la casualidad
su causalidad.
Contempla, medita y fluye.

Aforismo II
La muerte no puede ser vivida;
por esto su virtud es la quietud.
Sin embargo, de lo no nacido
jamás se habla.
No obstante, lo oculto existe.

Aforismo III
El círculo tiene en su principio su fin.
De igual modo,
el hombre sabio entiende
su eterno retorno y no se precipita.

Aforismo IV
El infinito es inexplorable,
jamás logra su fin.
No obstante, el hombre sabio
sin moverse recorre el todo,
sin agitarse descubre su esencia,
sin preocuparse todo entiende.
Este es vacío.
El vacío y el todo
son en verdad dos nombres diferentes
de una misma realidad.
El nombre carece de importancia,
pues la esencia no se pierde.

Aforismo V
La vida es el principio del eterno retorno.
Morir es volver a nuestro origen.
El hombre más rico y fuerte de la tierra,
se convertirá en barro
y sus grandezas, el tiempo hará polvo.
Entonces comprenderá
la magnitud de un grano de arena.

Aforismo VI
Todo parece estar fuera de la mente,
sin embargo, ella atesora el conocimiento.
El hombre que profundiza,
descubre que no es parte del Universo,
sino que el Universo es proyectado
por la Mente;
pero decir esto significa afirmar lo contrario.
Buscar lo exterior es interiorizarse,
alejarse es acercarse,
dividirse es multiplicarse,
sin embargo los opuestos
son apariencias superfluas
Todo se resume a la Unidad.

Aforismo VII
El sol nace para el ciego
así como para el vidente.
Está en los ojos de uno y en la piel del otro.
No a distancia como cree la gente.
Muchos son entonces los colores
y éstos varían según la luz.
Muchas son las verdades mundanas
y éstas varían según los hombres.

Aforismo VIII
La sabiduría es la fuerza de la intuición
que despierta al intelecto
en forma de unión con el Dharma.
La explicación del Dharma es difícil:
Trasciende la Mente, en su concepto superfluo.
Así como el viento no puede ser atrapado,
así la verdad nos toca
pero no puede ser demostrada.

Aforismo IX
La taza de té se vacía y se llena.
El Ch'an está en ella,
durmiendo en mi boca.
Recuerdo los ojos que me miran
desde el espejo del líquido
que voy a tomar;
son esos míos ahí en una taza,
que se balancean.
Sin moverme recorro el todo.
Si la verdad más profunda
se pasea en mi mente
¿cómo podría yo no caminar junto a ella?

Aforismo X
Nada jamás tuvo principio.
Toda creación es aparente,
es el efecto producido
por el constante cambio de todas las cosas.
El constante cambio de todas las cosas
no se detiene.
Sin embargo tras esa diversidad
hay una unidad.
Todo parece separado,
pero en su realidad Ultima,
tiene como esencia el Uno.
Meditar en el Uno.
Resumir lo plural y aparente a la Unidad
es tarea del hombre sabio.

Aforismo XI
La completa quietud evita toda obra.
No obstante el hombre sabio
evita esa situación
Aún sin moverse, ejecuta.

Aforismo XII
La verdad no puede ser expresada
pues carece de cualidades.
La palabra no puede encerrar el Universo
por lo que todo concepto se hace libre.
TAO es un nombre, pero no se nombra.
DHARMA es la realidad última,
pero las palabras no la entienden.

Aforismo XIII
Quien camina por el medio evita los extremos
Quien transita por el centro evita los barrancos.
La taza de té se encuentra vacía para que se llene
El hombre sabio es ignorante cuando amanece.
Aquel que no se vacíe jamás podrá llenarse.

Aforismo XIV
Ignorar nuestro interior,
sería no comprender lo que nos rodea.
La última verdad reside
en la profundidad de nuestro Yo,
oculta tras la mente.

Aforismo XV
Quien no busca la verdad
no la encuentra.
Quien no lucha contra su ignorancia
no la vence.

Aforismo XVI
El Dharma
Duerme en la profundidad del té.

Aforismo XVII
Las creencias poseen misterios.
La sabiduría los devela.

Aforismo XVIII
El agua es más cristalina
cuando uno se vuelve transparente.

Aforismo XIX
El hombre sabio busca todo
pero se pacienta.
La taza de té es el descanso
de los que indagan durante el día.
El conocimiento es tarea de arriesgados.
El sabio nunca acepta informaciones ajenas.
El hombre vulgar las atesora.
El relámpago no es el trueno
pero se hermanan.

Aforismo XX
Quien tiene fe en cosa alguna
y vive ignorando su interior
es doblemente ignorante.
Pues la verdad que busca
reside en su adentro.

Aforismo XXI
El hombre sabio busca el equilibrio
en todas las cosas.
De esta forma jamás será vencido
porque no buscará vencer.
Toda lucha termina por unir
a sus contrarios.
Por esto la armonía tiene a Uno
y toda separación es momentánea e ilusoria.

Aforismo XXII
Quien siente más de lo que sabe, obra mal.
Este hombre busca la felicidad.
Quien sabe más de lo que siente, obra igual.
Persigue la verdad y no la entiende.
Es necesario sentir lo que se sabe
y saber lo que se siente.
Quien esto logra, logra la armonía.
Quien logra la armonía,
encuentra a sus dos hermanas menores:
Felicidad y Verdad.
Dos son hermanas, tres sus hijos:
Paz, Amor y Libertad.
Uno es el Padre: El Discernimiento.
Uno es el Uno.
Todo se resume en la unidad.
Quien esto comprenda
descubrirá la Ultima Realidad.

Aforismo XXIII

Todo rito fue elaborado
para resaltar una virtud
Cuando la virtud se pierde
los ritos carecen de sentido.
Es mejor acompañar la virtud
que seguir el rito.

Aforismo XXIV

Cuando estén en los ratos tristes
piensen que luego vendrán los alegres.
Pero cuando estén en los ratos alegres
recuerden que luego vendrán los tristes.
Más cuando se encuentren sin ambos
sepan que están vacíos.
Y cuando estén vacíos
aprendan que más tarde estarán llenos.
Este es el camino
y no sus extremos.

Aforismo XXV

Toda grandeza se encierra en otra mayor.
Y así sucesivamente.
Por esto la grandeza se torna pequeñez.
No obstante, a cada pequeñez la antecede otra.
Por esto la pequeñez se convierte en grandeza.
De esta forma, la verdad carece de atributos.

Aforismo XXVI
La virtud del hombre sabio
es aquella que no quiere cambiar el Universo
sino ser Uno con él.
Quien entiende sus límites, no se limita.
Observa lo trascendente en lo intrascendente
y busca la armonía.
De esta forma todo entiende.

Aforismo XXVII
Quien conoce la esencia de todas las cosas
no se preocupa por enseñarlas.
El maestro interior de cada uno
es nuestro eterno guía.
Más allá de la oscuridad, la luz nace.
No obstante ambas son parte de un mismo día.

Aforismo XXVIII
Las más grandes verdades
de los hombres
son en realidad
sus más grandes mentiras.

Aforismo XXIX
La mente de cada día
es la verdad
que reside en nuestro interior.

Aforismo XXX
La superficie del lago refleja
su hermosura.
No obstante
la profundidad guarda su secreto.
El hombre sabio
jamás otorga crédito a lo aparente.

Aforismo XXXI
Quien cree se asienta en la fe.
Quien sabe se asienta en el conocimiento.
La verdadera fe es hija del conocimiento
a través de la experiencia directa.
Quien cree por creer, confía.
Quien esto hace yace en la ignorancia.
Siete son los secretos de la mente
y una sola la respuesta.

Aforismo XXXII
La pequeñez destruye la grandeza
en su constante fluir.
La grandeza da origen a lo pequeño.
No obstante lo sublime escapa
a los atributos aparentes.

Aforismo XXXIII
Todo es Uno
Tao es Uno.
Dharma es Uno.
Universo es Uno.

Aforismo XXXIV
Cuando quiero hablar
ya no puedo.
Las palabras me resultan huecas,
son incapaces de atrapar un sentiemiento.
Son oscuras para mostrar lo claro.
Y se hace torpe el hombre que mucho habla.
Pues nunca mostrará la esencia
de todas las cosas.
¿Cómo esperar lo inesperado?
¿Cómo descubrir lo oculto?
¿Cómo expresar mi interior a alguien
que vive fuera de él?
El hombre cuanto más sabio menos acciona,
deja fluir las cosas
y se retira a contemplarlas.

Actitud

Una señora de 92 años menuda, orgullosa y lista.
Esta completamente vestida antes de las 8.
92 años de edad, con su pelo arreglado elegantemente.
Su maquillaje perfectamente aplicado.
Aunque ella sea oficialmente ciega. Se mudo a una casa de reposo el día de hoy.
Su esposo de 70 años falleció recientemente haciendo la mudanza necesaria.
Después de muchas horas de esperar pacientemente en el vestíbulo de la casa de reposo ella sonríe gentilmente cuando le dicen que su cuarto ya esta listo.
Mientras que ella maniobra su andadera al elevador, yo le di una descripción de su cuarto pequeño incluyendo las sabanas que estaban colgadas en su ventana.
¡Me encanta! Exclamo con el entusiasmo de un niño de 8 años habiéndole sido presentado un nuevo cachorrito.
Pero Sra. Jones, aun no ha visto su cuarto.
Espera.
Esto no tiene nada que ver con esto.
La felicidad es algo que decides antes de tiempo.
Si me gusta mi cuarto o no, no depende de como están ordenados los muebles.
Es como ordeno mi mente.

Cuando cambias la forma de ver las cosas aun si estas absolutamente ciego, las cosas que ves, cambian.

La Historia de Shaya

Se titula: "¿Donde esta la perfección de dios?"

Brooklyn Nueva York. Chush.

Es una escuela que ayuda a niños discapacitados.
Algunos niños permanecen en chush durante toda su carrera escolar.
Mientras que otros pueden irse a escuelas convencionales.

En un evento de recaudación de fondos de chush, en una cena, el padre de un niño chush pronuncio un discurso que nunca será olvidado por aquellos que asistieron.

Después de elogiar a la escuela y a su dedicado personal grito ¿Donde esta la perfección en mi hijo shaya? Todo lo que dios hace se hace a la perfección pero mi hijo no puede recordar hechos y formas como otros niños. ¿Donde esta la perfección de dios aquí?

El público estaba impresionado con la pregunta y adolorido con la angustia del padre e impávidos ante la cuestión.

Creo que el padre contesto que cuando dios trae al mundo a un niño como Shaya, la perfección que el busca es la manera en que la gente reacciona ante este niño.

Luego contó la siguiente historia de su hijo Shaya.

Una tarde, Shaya y su papa paseaban por el parque junto a unos niños que Shaya conocía.
Jugaban beisbol. Shaya le pregunto a su papa: ¿Crees que me dejen jugar?
El papa de Shaya sabia que su hijo no era atlético y que la mayoría de los niños no lo querrían en su equipo, pero el padre entendió que si escogían a su hijo para jugar le darían un sentido de pertenencia.

Como saben, el nivel mas alto de consciencia de Maslow en su pirámide es el sentido de pertenencia.

Shaya nunca se sintió así.
El padre de Shaya se acerco a uno de los niños, en el campo y le pregunto si Shaya podía jugar.
El niño miro a su alrededor buscando apoyo de sus compañeros y al no obtenerlo tomo la decisión que estaba en sus manos y dijo: Bueno estamos perdiendo por 6 carreras y van 8 entradas, creo que puede estar en nuestro equipo. Trataremos de meterlo en la novena de bateador.

El padre de Shaya se quedo estático mientras Shaya no dejaba de sonreír. Le pidieron a Shaya que se pusiera un guante y lo metieron al campo a jugar. Al final de la octava entrada, el equipo de Shaya había logrado algunas carreras pero seguían perdiendo por 3.
Al final de la novena, el equipo de Shaya volvió a anotar y ahora, con 2 outs y las bases saturadas llego el turno de Shaya.

La carrera de la victoria estaba en juego.
¿El equipo dejaría que Shaya bateara a estas alturas del partido y dejaría escapar la oportunidad de ganar?

Sorpresivamente le dieron el bate a Shaya: Todo el mundo sabia que era casi imposible por que Shaya ni siquiera sabía sostener el bate. Lo dejaron batear así.
De cualquier manera Shaya se paro en la base el lanzador dio unos pasos para lanzar la pelota suavemente para que Shaya al menos pudiera tocar la pelota.

Llego el primer lanzamiento. Shaya bateo torpemente y fallo.
Luego uno de los compañeros de su equipo se acerco y juntos, el y Shaya sostuvieron el bate y enfrentaron al lanzador, esperando la siguiente bola. Los 2.

Otra vez, el lanzador se acerco unos pasos a Shaya para que lanzara la pelota aun más suavemente.
Mientras se acercaba la bola, Shaya y su compañero, juntos batearon, y juntos golpearon la pelota que toco el piso lentamente hacia el lanzador.

El lanzador tomo la pelota fácilmente pudo haber lanzado la pelota a la primera base.
Shaya hubiera tenido que irse y hubiera sido el fin del juego.
Pero el lanzador tomo la pelota y la lanzo muy alto al campo, lejos del alcance de la primera base.

Todos comenzaron a gritar:
¡Shaya, Shaya! ¡Corre a la primera, a la primera!

Nunca en su vida había corrido a la primera base.
Corrió a la línea de fondo con los ojos bien abiertos.
Cuando llego a la primera base el jardinero de la derecha ya tenía la bola y pudo haber lanzado la pelota al de la segunda base que hubiera eliminado a Shaya que seguía corriendo.

Pero ese jardinero entendió las intenciones, las intenciones del lanzador.
Así que lanzo la bola alto y lejos, hasta la tercera base.

Todos gritaron:
¡Corre a la segunda, Shaya! ¡Corre a la segunda!

Shaya corrió a la segunda base mientras los que estaban delante de el rodearon como locos la base.
Cuando Shaya llego a la segunda, el oponente corrió hacia el y lo volteo hacia la tercera base y grito:

¡Corre a la tercera, Shaya! ¡Corre a la tercera!

Cuando Shaya corrió a la tercera los niños de los 2 equipos corrieron tras el gritando:

¡Shaya, Shaya! ¡Corre, corre, haz un cuadrangular!

Shaya logro el cuadrangular, se paro en la base y los 18 niños lo levantaron en sus hombros y lo convirtieron en el héroe.
Como si hubiera ganado el Grand Slam y hubiera hecho ganar a su equipo.

Ese día, dijo su padre con lágrimas rodando por sus mejillas, esos 18 niños alcanzaron el nivel de perfección de Dios.

Buda

Era un día frío de otoño, y el rey Suddhodana se daba
la vuelta sobre su montura para estudiar el campo
de batalla. Necesitaba un punto débil que explotar y confiaba
en que el enemigo hubiese descuidado alguno que
él pudiera encontrar. Siempre lo hacía. Los sentidos del
rey no percibían nada más. Los gritos de los heridos y
los moribundos se acentuaban entre las voces ásperas de
los oficiales, que lanzaban sus órdenes e imploraban la
ayuda de los dioses. Despedazado por los cascos de los caballos
y las patas de los elefantes, cortado por el acero de
las ruedas de las cuadrigas, el campo rezumaba sangre, como
si la tierra misma hubiese quedado herida de muerte.
—¡Más soldados! ¡Quiero más infantería, ya! —Suddhodana
no podía esperar a que obedecieran: hablaba y
hablaba—. ¡Si alguno de los que me oyen escapa, me encargaré
yo mismo de matarlo!
Aurigas e infantes se acercaron al rey, convertidos
en siluetas golpeadas, tan mugrientas por la lucha que
podrían haber sido moldeados por los demiurgos con el
barro del campo.
Suddhodana era un monarca guerrero, y lo primero
que hay que saber de él es lo siguiente: cometía el error
de creerse un dios. Junto con su ejército, el rey se arrodillaba
en el templo y rezaba antes de ir a la guerra. Una
vez traspasadas las puertas de la capital, Suddhodana volvía
la cabeza, arrepentido, para mirar su hogar por última
vez. Pero le cambiaba el ánimo a medida que aumentaban
los kilómetros que lo alejaban de Kapilavastu.
Cuando llegaba al campo de batalla, la actividad frenética
y los olores que le asaltaban —a paja y sangre, sudor
de soldados, caballos muertos— transportaban a Suddhodana
a otro mundo. Lo sumían por completo en la convicción
de que no podía perder jamás.
La campaña actual no era idea de él. Ravi Santhanam,
un caudillo del norte, de la frontera con Nepal, había
atacado por sorpresa una de las caravanas comerciales
de Suddhodana. La respuesta de éste no se hizo
esperar. Aunque los hombres del jefe rebelde tenían la
ventaja del terreno elevado y la consiguiente buena posición
defensiva, las fuerzas de Suddhodana avanzaban
inexorablemente sobre sus dominios. Los caballos y los
elefantes pisoteaban a los caídos que ya habían muerto y
a los que, aunque vivos, estaban demasiado débiles para
escapar. Suddhodana cabalgaba junto al flanco de un elefante
que retrocedía, y logró esquivar por muy poco las
enormes patas cuando éstas bajaban para hundirse en la
tierra. Perforada su carne por media docena de flechas,
la bestia estaba enloquecida.
—¡Quiero una nueva línea de cuadrigas! ¡Cerrad la
fila!
Suddhodana había descubierto en qué punto estaba
exhausto y listo para desplomarse el frente enemigo. Doce
cuadrigas más avanzaron por delante de la infantería.
Las ruedas revestidas de metal resonaron contra el duro
suelo. Los aurigas tenían a sus espaldas arqueros que lanzaban
flechas hacia el ejército del caudillo.
—¡Formad una barrera que no puedan atravesar!
—gritó Suddhodana.
Sus aurigas eran soldados experimentados, implacables
veteranos; hombres despiadados, de cara adusta.
Suddhodana cabalgó despacio frente a ellos, haciendo
caso omiso de la batalla que se desarrollaba a escasa distancia.
Habló con calma:
—Los dioses disponen que sólo puede haber un rey.
Pero os juro que hoy no soy mejor que un soldado común
y que vosotros sois como reyes. Cada hombre que
está aquí es una parte de mí. ¿Qué puede decir el rey, entonces?
Sólo dos palabras, pero las dos que vuestros corazones
quieren escuchar. Victoria. ¡Y hogar! —Entonces,
la orden restalló como un latigazo—. Todos juntos,
¡moveos!
Ambos ejércitos avanzaron, raudos y ensordecedores,
hacia la batalla, como océanos opuestos. Suddhodana
encontraba sosiego en la violencia. Su espada bailaba
y le partía la cabeza a un hombre de un solo golpe. Su línea
avanzaba y, si los dioses lo disponían, como tenía que
ser, las fuerzas enemigas se gastarían, cadáver tras cadáver,
hasta que la infantería de Suddhodana pudiese penetrar
como una cuña compacta que avanza deslizándose
sobre la sangre del enemigo. El rey se habría burlado de
cualquiera que le negara que estaba en el centro mismo
del mundo.
En ese mismo instante, la reina, mujer de Suddhodana,
atravesaba las profundidades del bosque sobre una
litera. Estaba embarazada de diez meses, señal de que,
según decían los astrólogos, el niño sería extraordinario.
Sin embargo, en la mente de la reina Maya nada era extraordinario,
excepto la ansiedad que la rodeaba. Había
decidido regresar al hogar de su madre para tener a su
bebé.
Suddhodana no había querido dejarla. Era costumbre
que las madres primerizas regresaran a su hogar para
parir, pero él y Maya eran inseparables. Suddhodana estuvo
tentado de negarse, hasta que Maya, con la candidez
que la caracterizaba, le pidió permiso para marchar
frente a toda la corte. El rey no podía desairar a su reina
en público, a pesar de los riesgos que el viaje implicaba.
—¿Quién te acompañará? —preguntó, con un punto
de rudeza y la esperanza de que la reina se asustara y
abandonara el insensato plan.
—Mis damas.
—¿Mujeres?
—¿Por qué no? —respondió ella.
El rey levantó al fin una mano para expresar su
aprobación a regañadientes.
—Llevarás algunos hombres, los que podamos
reunir.
Maya sonrió y se retiró. Suddhodana no quería discutir,
porque en realidad su esposa lo desconcertaba. Intentar
que temiera al peligro era inútil. La realidad física
era para ella como una membrana delgada sobre la que
se deslizaba, como se desliza un zancudo sobre una laguna
sin perturbar la superficie del agua. Por lo tanto, la
realidad podía llegar a Maya, conmoverla, lastimarla, pero
nunca cambiarla.
La reina abandonó Kapilavastu un día antes que el
ejército. Atravesando el bosque, Kumbira, la más anciana
de las damas de la corte, cabalgaba a la cabeza de la
comitiva, que, por cierto, era bastante precaria: seis soldados
demasiado viejos para ser útiles en la guerra, montados
sobre otros tantos jamelgos demasiado débiles para
cargar contra el enemigo. Detrás marchaban cuatro
porteadores, que se habían quitado los zapatos para salvar
el camino pedregoso, cargando sobre los hombros el
palanquín decorado con borlas y cuentas donde viajaba
la joven reina. Maya no hacía el más mínimo ruido, oculta
tras los vaivenes de las cortinas de seda, con excepción
del quejido ahogado que soltaba cada vez que un porteador
tropezaba y la litera se sacudía bruscamente. Completaban
el grupo tres jóvenes damas de compañía, que
se quejaban en voz baja por tener que caminar.
Kumbira, de cabello cano, no dejaba de mirar a ambos
lados, consciente de los peligros que acechaban. El
sendero, poco más que una grieta angosta en la pendiente
de granito, fue en su origen un camino de contrabandistas,
en los tiempos en que se pasaban a Nepal pieles
de ciervos cazados furtivamente, especias y otros contrabandos.
Aún lo frecuentaban los bandidos. Se sabía que
en esa zona los tigres capturaban a sus presas entre los
grupos de viajeros aterrorizados, incluso en pleno día.
Para ahuyentarlos, los porteadores llevaban máscaras
puestas hacia atrás sobre la cabeza, creyendo que los tigres
sólo atacan por la espalda y nunca a alguien que les
da la cara.
Kumbira cabalgó sendero arriba hasta ponerse junto
a Balgangadhar, el jefe de los guardias. El guerrero la
miró con estoicismo e hizo una leve mueca de dolor
cuando oyó un nuevo quejido de la reina.
—No puede aguantar mucho más —dijo Kumbira.
—Y yo no puedo hacer que el camino sea más corto
—gruñó Balgangadhar.
—Lo que sí puedes hacer es darte prisa —replicó ella,
como un látigo. Kumbira sabía que el guerrero se sentía
avergonzado por no estar luchando junto a su rey, pero
Suddhodana sólo confiaba en una guardia experta como
aquélla para proteger a su esposa. Consideraba a los veteranos
más útiles como escolta que como combatientes.
Inclinando la cabeza con la menor deferencia que
permitía el protocolo, el guardia dijo:
—Me adelantaré y buscaré un sitio para acampar.
Los lugareños dicen que hay un claro de leñadores con
algunas chozas.
—No, nos movemos juntos —objetó Kumbira.
—Hay otros hombres aquí que pueden protegeros
mientras no estoy yo.
—¿De veras? —Kumbira lanzó una mirada crítica
hacia la lastimera comitiva—. ¿Y quién crees que los
protegerá a ellos?
Os dirán que Maya Devi —la diosa Maya, como
pronto pasó a ser conocida— llegó con la luz de la luna
al Jardín de Lumbini, uno de los lugares más sagrados
del reino. Os dirán que no dio a luz en el bosque por
accidente, sino que el destino la guió allí. Deseaba
fervientemente que la llevaran al jardín sagrado porque
allí se erguía un árbol gigante, que era como un pilar para
la diosa madre. La premonición le había dicho que ese
nacimiento sería sagrado.
En realidad, era una mujer joven, frágil y asustada,
que a duras penas evitó perderse en el bosque. ¿Y el árbol
sagrado? Maya se aferró al tronco de un gran árbol
de sal porque era el más cercano y el más común en el
claro. Estaba cerca de Lumbini, eso sí es cierto. Balgangadhar
había encontrado un lugar protegido a un lado
del sendero, y el palanquín real llegó allí sólo unos momentos
antes de que Maya entrara en las últimas etapas
del parto. Las damas de la corte formaron un círculo
hermético alrededor de ella. Maya se agarró con fuerza
al árbol y en lo profundo de la noche dio a luz al hijo que
su esposo, el rey, tanto deseaba.
Kumbira murió mucho antes de que crecieran las
leyendas, por lo que no aparece en ellas, ni ladrando órdenes
a las mujeres apuradas ni echando a los hombres
ni estando a punto de escaldarse por llevar corriendo un
recipiente con agua hirviendo desde la fogata. Ella fue la
primera que tuvo al niño en brazos. Con delicadeza, limpió
la sangre que cubría el cuerpecito y preparó al recién
nacido, entre berridos de éste, para mostrárselo a Maya.
La reina estaba tendida en el suelo, callada, casi indiferente.
No le daría de mamar por primera vez, un importante
ritual de las costumbres locales, hasta la mañana.
A pesar de la aparente buena salud del bebé, Kumbira
estaba preocupada, nerviosa por todos los sonidos nocturnos
y, en especial, por el parto de Maya, que había sido
demasiado largo y doloroso.
—Mi esposo ya puede morir feliz —susurró Maya
con voz débil y extenuada.
Kumbira se sobresaltó. ¿Cómo era posible que Maya
pensara en la muerte en ese momento? Los ojos de la anciana
estudiaron la oscuridad que envolvía el campamento
aislado. Las damas más jóvenes de la corte se deshacían en
elogios a la valiente madre primeriza, aliviadas porque hubiera
terminado la dolorosa experiencia, dichosas ante la
idea de regresar al hogar, a los lechos cómodos y a los amados.
Su felicidad aumentó en cuanto la luna llena, augurio
auspicioso, se elevó por encima de las copas de los árboles.
—Alteza —dijo Utpatti, una de las siervas, mientras
se acercaba. Era joven y sincera, no tan frívola como muchas
de las muchachas que formaban la comitiva de la
reina—. Hay algo que debéis hacer.
Antes de que Maya pudiese detenerla, Utpatti abrió
el vestido de la reina y dejó los senos al descubierto.
Avergonzada y confundida, Maya se apresuró a cubrirse,
cerrando las ropas con una sola mano.
—¿Qué haces? —preguntó.
Utpatti dio un paso atrás.
—Os ayudará con la leche, Alteza —susurró, no
muy convencida. Miró de soslayo al resto de las mujeres—.
La luz de la luna en los senos. Todas las mujeres
del campo lo saben.
—¿Eres del campo? —preguntó Maya.
Las demás ahogaron una risita. Dejando bien claro
que no le molestaba, Utpatti contestó:
—Alguna vez lo fui.
Maya se reclinó y ofreció los senos turgentes a la luna.
Ya estaban pesados, llenos de leche.
—Siento algo —murmuró. Le había cambiado el
ánimo; en su voz se percibía un matiz de éxtasis, que calmaba
el dolor. Aunque ella no fuera una diosa, podía regocijarse
en la caricia de una diosa, la luna. Tomó al niño
y lo alzó.
—¿Veis qué tranquilo está ahora? Él también lo
siente. —En ese momento, Maya supo en su corazón
que sus deseos se habían hecho realidad. Hay un nombre
en sánscrito que expresa ese concepto. Alzó más alto al
bebé.
—Siddhartha —dijo—. «El que ha satisfecho todos
los deseos».
Las damas de la corte advirtieron la solemnidad del
momento e inclinaron la cabeza, incluso Kumbira, la de
cabello gris.

Un manto de lluvia gris cubría a Suddhodana y a
sus hombres a medida que empezaban a erguirse sobre
ellos las torres del hogar. El centinela gritó desde su
puesto y se abrieron las grandes puertas de madera de la
capital. «¡Atención!», gritaban los sargentos en las filas.
Habían salido a recibirlos unos pocos ciudadanos. Suddhodana
sabía que las mujeres agolpadas a ambos lados
de la calle estaban allí para escudriñar las filas del ejército
con expresión preocupada, rezando para que sus esposos
e hijos siguieran entre los vivos.
Esa mañana, la reina se habría levantado al alba en
caso de que su esposo hubiese decidido volver temprano,
pero luego llegaron las lluvias y lo retrasaron todo. El
viaje de regreso desde lo alto de las montañas había pasado
para ella como una suerte de éxtasis, que aumentaba
incluso aunque empezara a flaquearle el cuerpo. En la
corte circulaban muchos rumores, porque ella se había
negado a aceptar los servicios de una nodriza. «No es
posible que amar a mi hijo me mate», había dicho.
La mente de la reina volvió a un sueño que la había
visitado diez meses antes. Al principio, Maya despertaba
en sus aposentos privados. Se cubría los ojos
para protegerse de una luz que había aparecido en el
cuarto. De la luz salían tres seres angelicales con forma
de doncellas jóvenes y sonrientes. En cuanto se incorporaba,
Maya se daba cuenta de lo que eran en realidad
sus visitantes: devas o seres celestiales.

Los tres devas la invitaban a unirse a ellos con un
gesto. Sin comprender por qué la habían elegido a ella,
Maya abandonaba la tibieza de su cama para seguirlos.
Volviéndose de cuando en cuando para mirarla, los devas
atravesaban las paredes de la alcoba como si fuesen de
humo. La reina tampoco sentía la pared cuando la atravesaba.
Una vez al otro lado, Maya era arrastrada con más
velocidad, y el palacio y el mundo que quedaban más allá
se iban desdibujando. A lo lejos se cernía una luz más
brillante, y en cierto momento Maya se daba cuenta de
que era el reflejo del sol sobre la nieve. Miraba asombrada
alrededor. El resplandor diurno deslumbraba sobre la
superficie cristalina de un lago de alta montaña rodeado
de picos centinelas.
Los montes del Himalaya (porque la reina estaba
segura de que era allí donde la habían llevado los devas)
siempre habían sido presencias distantes, imponentes,
para ella. Maya nunca había imaginado que alguna vez
estaría entre ellos, y ahora las tres doncellas la guiaban
hacia la ribera de guijarros del otro lado del lago. La superficie
estaba tranquila y brillaba como un espejo.
Los devas empezaban a desvestirla. Maya no estaba
turbada; se relajaba ante las atenciones que le dispensaban.
Casi con la misma presteza con que le habían quitado la
ropa, la cubrían con los atavíos más hermosos que jamás
viera. Con sonrisas silenciosas, se inclinaban para tocarle el
vientre. La caricia era cálida y excitante. Sentía deseo. Maya
se adentraba más y más en las profundidades del lago.
Entonces se despertaba y se encontraba sentada en la cama,
como si nunca se hubiese levantado. Pero ocupaba toda
su alcoba una criatura que tenía un ojo fijo en la mirada
de la reina. De ese ojo surgía, abriéndose, una blancura
que, a medida que la mente de Maya salía de su sopor, tomaba
la forma de un enorme elefante, blanco como la nieve.
La criatura la miraba con una inteligencia cálida,
confiada. Luego levantaba la trompa a modo de saludo
reverencial. Inesperadamente, Maya sentía un hambre ardiente.
Entonces volvía a despertar, sentada en la cama, pero
sola. Aún sentía el inusual deseo y no podía ignorarlo.
Velozmente, casi temblando, abandonó la cama, se
cubrió con su bata y corrió hacia los aposentos de su esposo.
Suddhodana estaba acurrucado entre las sábanas, a
la luz mortecina de las velas. Tras años de esperar un hijo
en vano, ahora solía dormir solo. Otro rey habría buscado
una amante que pudiera darle un hijo. Otro rey la
habría mandado asesinar o encerrar como a una loca para
rescindir el contrato matrimonial. Pero Suddhodana
no había hecho nada de eso: en el amor, al igual que en la
guerra, siempre había sido valiente y leal.

«Esta noche será distinta», se dijo Maya. «He sido
bendecida». Con cuidado, tratando de no sobresaltar
demasiado a Suddhodana cuando se despertara, se tendió
en la cama junto a él. Le acarició la cara suavemente
para que abandonara el sueño. Las manos del rey se crisparon
cerrando los puños al principio; luego, abrió los ojos
y fijó la mirada en los de ella. Se dispuso a hablar, pero la
mujer le puso un dedo sobre los labios.
El deseo que sentía la reina no la enloquecía ni la
tenía prisionera ni esclava. Con las piernas de su esposo
enredadas en las suyas, buscaba la unión más que el placer.
Lo invitó con palabras que jamás se había creído capaz
de decir.
—No me hagas el amor como un rey. Hazlo como
un dios.
El efecto fue asombroso. Con delicadeza, el rey se
acercó, y ella vio en sus ojos cuán maravillado estaba. Sus
encuentros habían sido una rutina durante tanto tiempo
que ninguno de los dos creía que pudiese surgir algo de
ellos. Sin embargo, esa noche, él sintió en parte la certeza
que se había despertado dentro de ella.
Cuando la reina estuvo lista, giró las caderas y aceptó
al rey en su interior. La respiración se le cortaba en la
garganta. La extraña urgencia que sentía dentro de ella se
convirtió en un crescendo. Por un instante, se perdió en
esa oscuridad de dicha que se acerca a la inmortalidad.
Poco a poco, volvió a la realidad con un suspiro y se dio
cuenta de que el rey la abrazaba con todas sus fuerzas. Él
la acercó hacia sí como tratando de que la carne de ambos
se uniera por completo. Se besaron y se acariciaron; y sólo
el cansancio delicioso de Maya impidió que dijese lo
que sabía con certeza: habían creado un niño.
El sueño le había dado fuerzas en la aterradora travesía
por el bosque y en el dolor del parto. Ahora regresaba
todos los días, y en forma cada vez más fantasmagórica.
Ella hundió la cabeza en la almohada. «Aun así es un sueño
hermoso», pensó. También era una manera de huir del
cansancio que la agobiaba. Llegó a pensar que hubiese sido
mejor vivir en el sueño para siempre, de haber sido posible.
En la guardería del palacio, Suddhodana contemplaba
a su hijo con reverencia y amor. Para presentárselo,
habían vestido al niño con pañales de seda carmesí.
No tenía dudas de que el infante lo había reconocido; incluso
empezó a creer que Siddhartha tuvo los ojos cerrados
justo hasta ese momento, ilusión que nadie se atrevió
a contradecir.
«¿Es normal que duerma tanto? ¿Por qué le gotea
la nariz? Si lo dejan solo, aunque sea por un instante, me
encargaré de que el responsable sea azotado». Las exigencias
de Suddhodana eran incesantes y enloquecedoras.
Tal como se estilaba entonces, Maya estaría en cuarentena
durante un mes después del parto, para ser
sometida a rituales religiosos y de purificación. A Suddhodana
lo irritaban esas normas, pero no podía hacer
más que escabullirse a la luz de las velas cuando la reina
estaba dormida, para mirarla unos instantes. Se preguntaba
si todas las madres primerizas se veían tan lánguidas
y débiles, pero al final dejó a un lado las ideas que tanto
lo perturbaban.
«Vestidlo siempre con sedas y tiradlas cuando las
ensucie. Si os quedáis sin seda, conseguid más, aunque
tengáis que hacer jirones los saris de las mujeres de la
corte». Suddhodana no quería que nada que tuviera el
menor rastro de impureza tocase la piel de su hijo. Por
otro lado, la seda también era un símbolo: Suddhodana
regresaba a su hogar por la Ruta de la Seda, cuando un
mensajero enviado por Kumbira lo alcanzó para darle la
noticia de que tenía un hijo, y que éste y su esposa estaban
vivos.
Todas las mañanas, el rey atravesaba con aire resuelto
el círculo de mujeres que abanicaban al joven
príncipe con sus mantones. Lo levantaba de su cuna y lo
sostenía en alto. Le quitaba el pañal.
—Miradlo. —Suddhodana mostraba a su hijo en
toda su gloria desnuda—. Una obra maestra. —Todas las
mujeres sabían a lo que se refería. Kakoli, la enfermera
real, empezó a murmurar para asentir—. Una obra maravillosa
—agregó Suddhodana—. No es que tenga tu
experiencia, Kakoli. —Suddhodana rió y pensó una vez
más en lo fácil que le resultaba reír con su hijo en brazos—.
No te sonrojes, hipócrita. Si él tuviese veinte años
más y a ti pudiésemos quitarte unos cuarenta, te cansarías
de correr detras de él.
Kakoli sacudió la cabeza y no dijo nada. Las doncellas
ahogaron una risita y se ruborizaron. Suddhodana
estaba seguro de que estaban más entretenidas que escandalizadas
por su falta de sutileza.

Asita despertó en el bosque pensando en demonios.
Hacía años que no le ocurría. Podía recordar que había
visto uno o dos demonios tiempo atrás, en el curso de
una hambruna o una batalla, cuando había cadáveres que
cosechar. Conocía la miseria que causaban, pero la miseria
ya no preocupaba a Asita. Llevaba cincuenta años viviendo
como ermitaño en el bosque. Había mantenido lejos
los problemas mundanos y pasaba los días en una cueva
oculta, a la que ni siquiera llegaban las andanzas de los
animales. Mucho menos las de los hombres.
Estaba de rodillas junto a un arroyo, pensando. Veía
los demonios en su mente con toda claridad. Habían llegado
por primera vez con la luz moteada del sol que le
bañaba los párpados al alba. Asita dormía sobre ramas
desparramadas en el suelo y disfrutaba del juego que hacían
luces y sombras en sus ojos por la mañana temprano.
Su imaginación distinguía libremente formas que le
recordaban el pueblo en el que había crecido. Podía ver
mercaderes ambulantes, mujeres que llevaban jarras de
agua sobre la cabeza, camellos y caravanas. A decir verdad,
podía ver cualquier cosa contra la pantalla de los
ojos cerrados.
Pero nunca había visto demonios, al menos hasta
esa mañana. Asita entró en el agua casi helada del arroyo
de montaña, sin más que un taparrabos para cubrirse.
Como asceta que era, no llevaba ropa, ni siquiera las vestiduras
de una orden monástica. Recientemente había
empezado a sentir el impulso de viajar a tierras altas,
donde casi pudiese ver los picos nevados de la frontera
norte del reino de los sakya. Eso lo acercaba a otros lokas,
mundos separados de la tierra. Todos los mortales
están confinados en el plano terrenal. Pero, así como el
aire denso de la jungla se diluye y se transforma poco a
poco en la fina atmósfera de la montaña, también el
mundo material se deshace en mundos más y más sutiles.
Los devas tenían sus propios lokas, al igual que los dioses
y los demonios. Los antepasados moraban en un loka reservado
para los espíritus que transitan de una vida a la
siguiente.

Asita había sido criado y educado en tales verdades.
Sabía también que todos esos planos se funden, se entrelazan,
como telas teñidas e incluso húmedas, colgadas
muy cerca la una de la otra: el azul destiñe en el rojo; y el
rojo, en el amarillo azafrán. Los lokas estaban separados
y juntos a la vez. Los demonios podían moverse entre los
humanos, y a menudo lo hacían. La incursión opuesta, la
visita de un mortal al loka de los demonios, era mucho
menos habitual.
Asita hundió la cabeza en el agua y luego la echó
hacia atrás, dejando que chorrearan el pelo y la barba,
largos y sin cortar. En los días en que necesitaba comida,
llevaba su cuenco de mendigo a alguna de las aldeas
cercanas. Ni siquiera los niños más pequeños se asustaban
cuando veían a un anciano desnudo en la calle, con
el pelo y la barba por la cintura. Los ascetas eran cosa
de todos los días, y si un ermitaño errante llegaba al
umbral de una casa con la puesta del sol, el dueño de la
casa tenía el deber sagrado de ofrecerle comida y hospitalidad.
Sin embargo, Asita no tenía hambre ese día. Había
otras maneras de mantener en movimiento el prana, la
corriente vital. Si visitaba el loka de los demonios, necesitaría
enormes cantidades de prana para sostener el
cuerpo. Entre los demonios, sus pulmones no encontrarían
aire que respirar.

Dejó que el sol brillante de la cordillera del Himalaya
le secara el cuerpo mientras él subía y cruzaba la línea
de los árboles. Los demonios no viven propiamente
en las cimas de las montañas, pero Asita había aprendido
a usar unos poderes especiales que le permitían penetrar
en el mundo sutil. Para utilizarlos, debía alejarse tanto
como le fuera posible de los seres humanos. La atmósfera
era densa cerca de las áreas pobladas. A los ojos de
Asita, los pueblos tranquilos eran un caldero hirviente
de emociones; todas las personas —a excepción de los
niños pequeños— estaban inmersas en una niebla de
confusión, un manto espeso de miedos, deseos, recuerdos,
fantasías y ansias: una niebla tan densa que la mente
a duras penas lograba perforarla.
Sin embargo, en las montañas, Asita encontraba un
lecho de silencio. Sentado, envuelto por la levedad, podía
enfocar su mente hacia cualquier objeto o lugar, con
la exactitud de una flecha. Era su mente la que en realidad
viajaba al loka de los demonios, pero Asita podía viajar
con ella gracias a la precisión de su clarividencia.
Y entonces ocurrió que Mara, el rey de los demonios,
se encontró con la vista fija en un intruso que no le
era nada grato. Miró con rabia al anciano desnudo que
estaba sentado en posición de loto frente al trono real.
Hacía mucho tiempo que no pasaba algo como eso.

—Vete —gruñó Mara—. El hecho de que hayas conseguido
llegar no significa que no puedas ser destruido.
El anciano no se movió. Su concentración yóguica
debió de ser muy intensa, porque el cuerpo marrón
y enjuto, duro como los tendones que se advertían bajo
la piel, adoptó un contorno cada vez más nítido. A decir
verdad, Mara no tenía preocupación alguna, sólo sentía
la repugnancia súbita que provoca una cucaracha que
sale de una alacena. «¡Vuelve a tu plano!», hubiera querido
gritar, antes de ordenar a algún demonio menor
que atormentara al intruso. Pero deshacerse de estos ermitaños
no era tan sencillo, por lo que Mara decidió esperar.
Unos instantes después, el anciano abrió los ojos.
—¿No me das la bienvenida? —La voz era suave,
pero Mara advirtió la ironía que había en ella.
—¡No! Nada hay aquí para ti. —Todos los muertos
pasaban por las manos de Mara, y a él le disgustaba encontrarse
con mortales en circunstancias que no fueran
las de un tormento presente o una tortura próxima.
—No vine por mí. Vine por ti —dijo el anciano. Se
puso de pie y miró alrededor. El loka de los demonios es
un mundo tan variado como el mundo material, y tiene
regiones de mayor y menor dolor. Como el tormento no
era una amenaza para Asita, no vio más que una niebla
densa y tóxica que lo envolvía—. Te traigo noticias.
—Lo dudo. —Mara se movía inquieto sobre su
asiento. Como suele verse en muchas de las representaciones
que hay en los templos, el trono estaba hecho de
calaveras. El cuerpo de Mara era rojo, estaba envuelto en
llamas, y en lugar de una sola cara horrible tenía cuatro,
que giraban como una veleta y mostraban el miedo, la
tentación, la enfermedad y la muerte.
—Alguien vendrá a verte. Pronto, muy pronto —dijo
Asita.
—Millones me han visto —contestó Mara, encogiéndose
de hombros—. ¿Quién eres tú?
—Soy Asita. —El viejo ermitaño se irguió y miró a
Mara directamente, cara a cara—. Buda está por llegar.
—Ante esas palabras, un ligero temblor, no más que eso,
recorrió el cuerpo de Mara. Asita lo advirtió—. Sabía
que la noticia te intrigaría.
—Dudo que sepas algo. —Mara no estaba siendo
arrogante, sino cauteloso. Para él, Asita era un ser vacío.
No había nada en el anciano a lo que pudiese aferrarse,
ningún resquicio para sembrar la tentación o el miedo—.
¿Quién te eligió como mensajero? Estás delirando.

Asita ignoró esas palabras y repitió la frase que había
hecho temblar a Mara:
—Buda está a punto de llegar. Espero que estés preparado.
—¡Silencio! —Hasta ese momento, Mara había
prestado tanta atención a Asita como a una pequeña
hambruna estacional o a una plaga insignificante. Pero
ahora bajaba del trono de un salto y se encogía hasta
adoptar un tamaño humano, conservando sólo una de
sus cuatro caras demoniacas, la de la muerte—. ¿Y qué,
si viene? Abandonará el mundo, igual que tú. Nada más.
—Si crees eso, has olvidado lo que Buda es en verdad
—dijo Asita con tranquilidad.
—No sabrá quién es.
—¿De veras? No es muy sabio por tu parte pensar eso.
—¡Mira! —Mara abrió la boca, mostrando una negrura
sólida detrás de los colmillos. La oscuridad se expandió,
y Asita pudo ver la masa de sufrimiento que
personificaba aquel demonio. Vio una red de almas atrapadas
en el caos, una maraña de guerras y enfermedades
y todas las variedades del dolor que podían idear los seres
malignos.

Cuando Mara calculó que el espectáculo había surtido
efecto, cerró la boca lentamente y dejó que la oscuridad
volviese a su interior.
—¿Buda? —preguntó con sorna—. Les haré creer
que es un demonio. —La idea le hizo sonreír.
—Entonces déjame hablar como amigo, y te diré
cuál es tu mayor debilidad —respondió Asita. Se sentó
en posición de loto, doblando una pierna sobre la otra y
haciendo el mudra, signo de la paz, con el pulgar y el índice—.
Por ser el monarca del miedo, te has olvidado de
cómo asustarte.
Mara rugió y se hinchó hasta alcanzar un tamaño
monstruoso, mientras el ermitaño se desvanecía. Podía
sentir la posibilidad de Buda como la luz más tenue que
precede al alba. Mara estaba ciego. Seguía creyendo
que los humanos volverían a ignorar, una vez más, a un
alma pura. Se equivocaba. El niño no pasaría inadvertido,
porque así lo había querido el destino.

Las cortinas de seda de los aposentos de Maya se
abrieron y Kumbira salió corriendo. Sólo podía sentirse
agradecida porque nadie más lo supiera aún. Las chinelas
se movían rápida y silenciosamente por el corredor.
Ya había caído la noche. Despuntaba el séptimo día después
de la luna llena que había bañado el nacimiento del
pequeño príncipe, proyectando barras de luz mortecina
sobre los bruñidos pisos de teca del palacio. Kumbira no
prestó atención al juego de luces.
Después de la cena, Suddhodana se había retirado a
la guardería para estar a solas con su hijo. Cuando Kumbira
entró a la carrera, sin habla y sin aliento, tenía una
expresión que el rey había visto una sola vez en su vida,
el día en que su padre, el antiguo rey…
—¡No! —El grito salió de sus labios sin que él pudiese
evitarlo. El horror ahuyentó la dicha y le apretó el
pecho como una tenaza de acero.
Desbordante de pena, Kumbira se cubrió la cabeza
con el sari para ocultar la cara. Los ojos cansados derramaban
lágrimas.
—¿Qué le habéis hecho? —preguntó Suddhodana.
Salió corriendo e hizo a un lado a Kumbira, empujándola
y tirándola al suelo de golpe. Al llegar a la cama con dosel,
arrancó las cortinas cerradas para ver a su esposa.
Maya parecía dormida, pero la quietud que se había apoderado
de ella era absoluta. Suddhodana cayó de rodillas
y tomó las manos de la reina. La frialdad parecía pasajera,
la misma que él solía remediar con caricias cada vez que
Maya tenía frío. Involuntariamente, empezó a frotarlas.

Kumbira dejó que pasara una hora antes de entrar
con sigilo en la habitación, seguida por una comitiva de
damas de la corte. Estaban allí para dar consuelo, pero
también para dignificar el momento. La pena, como
todo lo que rodea a un rey, implicaba un ritual. Cuando
Suddhodana aceptó retirarse, los miembros del séquito
ya estaban listos con ungüentos, mortajas y caléndulas
ceremoniales para adornar el cuerpo. Las plañideras
estaban preparadas y, por supuesto, había una docena
de brahmanes, encargados de las oraciones y los incensarios.
—Alteza. —Con una palabra, Kumbira orientó la
atención del rey a todo lo que ocurría. Suddhodana alzó
la vista, sin expresión alguna. Kumbira esperó un momento
antes de hablar de nuevo. El rey se estremeció
cuando colocó el brazo de Maya cruzado sobre el pecho.
No era sólo porque su esposa durmiese a menudo en esa
posición, con un brazo cruzado sobre su propio cuerpo y
el otro sobre el de él, sino que también le impresionaba
que una leve rigidez empezara a apoderarse de las extremidades
de Maya. El tacto es el sentido que más cultivan
los amantes, y él supo entonces que jamás volvería
a tocarla. Asintió con un movimiento seco y el llanto
empezó a oírse por los pasillos.
La pena es para los demonios lo que la música para
los mortales. Sin que nadie lo viera ni oyera, Mara recorría
el palacio. La formalidad de la muerte es estricta.
Yama, el señor de la muerte, está al tanto de todas las expiraciones
y es quien autoriza al jiva, el alma individual,
a que pase al otro mundo. Los señores del karma esperan
para asignar la próxima vida, sentados, sopesando buenas
y malas acciones. La justicia cósmica es impuesta por
los devas, los seres celestiales que prodigan recompensas
al alma por las buenas acciones, y los asuras, o demonios,
que la castigan por las malas, aunque no a discreción: la
ley del karma es precisa y asigna sólo el castigo merecido.
Nada más.
Eso hacía que la presencia de Mara fuese innecesaria:
Maya ya estaba en manos de los tres devas que la habían
visitado en el sueño y que volvieron a encontrarse
con ella en los últimos estertores. La muerte en un mundo
era un nacimiento en otro. Sin embargo, Maya se había
aferrado a su cuerpo tanto como le fue posible.
Deseaba que la última chispa de su energía vital fluyera
por su mano y llegara a Suddhodana, que la sostenía, de
rodillas junto a la cama.

De cualquier modo, a Mara no le interesaba nada
de esto. Pasó junto a los aposentos de la reina y siguió su
camino hacia la guardería, donde ahora no había nodrizas,
guardias ni sacerdotes. El bebé estaba completamente
desprotegido. Mara se acercó hasta la cuna y miró
al niño inocente. El joven príncipe estaba boca arriba,
con la garganta indefensa ante el ataque de cualquier depredador
que pasara por allí.
Pero ni siquiera el rey de los demonios podía provocar
un daño físico directo. La gran habilidad de los demonios
es la capacidad de acentuar el sufrimiento de la
mente, y eso es lo que Mara se disponía a hacer con el niño,
ya que nadie nace sin las semillas del dolor en la mente.
Asomándose a la cuna, Mara dejó que su cara adoptara
una sucesión de facciones terroríficas. «No volverás a
ver a tu madre», pensó Mara. «Se ha ido, y la están lastimando
». Siddhartha no desviaba la mirada, aunque Mara
estaba seguro de que lo había oído. De hecho, no tenía
dudas de que Siddhartha lo había reconocido.
—Bien —dijo el demonio—, has llegado. —Se
acercó para susurrar al oído del bebé—. Dime qué quieres.
Te escucho. —La clave era siempre ésa: jugar con los
deseos del oponente—. ¿Puedes oírme?
El bebé pateó.
—Son muchas las almas que te necesitan —dijo
Mara con melancolía, apoyando los brazos sobre la cuna—.
¿Sabes qué es lo irónico del asunto? —Hizo una
pausa para acercarse—. Me gusta que hayas venido, pues
cuando te derrote ¡todos vendrán conmigo! Te estoy
contando el secreto para que no digas que fui injusto.
Conviértete en santo. Lo único que lograrás es transformarte
en un instrumento de destrucción terrible. ¿No te
parece maravilloso?
Como si respondieran a la pregunta, los lamentos
por la reina muerta crecieron en intensidad. El bebé desvió
la mirada y se durmió al instante.
El humo funerario, aceitoso y denso, se enroscaba
en el aire y manchaba el cielo mientras el cuerpo de Maya
ardía en la enorme pira de troncos de sándalo que habían
talado en el bosque. El ghatraj, señor de los campos
fúnebres, era un hombre enorme y sudoroso. Se le enrojecía
la cara cuando gritaba y exigía más leña, llamas más
altas, más ghi derretido para verter sobre el cadáver. Ghi
hecho con leche de vacas sagradas. Los sacerdotes caminaban
despacio alrededor de la pira, cantando, y las plañideras
arrojaban miles de caléndulas al fuego. Detrás, un
grupo de dolientes contratados se fustigaba en su penar y
caminaba en círculo en torno al cuerpo, una y otra vez.
A Suddhodana se le revolvía el estómago ante semejante
espectáculo. Había desafiado a los brahmanes y
decidió no llevar a Maya a los escalones junto al río. Por
el contrario, ordenó que la pira funeraria se erigiera en
los jardines reales. Maya recordó alguna vez haber jugado
allí de niña, cuando llevaban a las muchachas nobles
de la región a la corte, con la esperanza de que alguna
agradara al joven Suddhodana. Era lógico que la última
morada de la reina fuese un lugar que ella había amado.
En secreto, Suddhodana sabía que este gesto era tan hijo
del amor como de la culpa: sólo él tenía un futuro por
delante.
Canki, el más importante de los brahmanes, concluyó
las exequias levantando un hacha. Había llegado el
momento más sagrado, en el que rezaría por la liberación
del alma de Maya mientras Suddhodana destruía lo
que quedaba del cráneo de su esposa para soltar al espíritu
allí encerrado. El rey se acercó a la pira con expresión
adusta. Miró el collar que llevaba en la mano, elaborado
con oro y rubíes. Se lo había regalado a Maya en su noche
de bodas y ahora lo depositaba con delicadeza junto
al cráneo.
Cuando Suddhodana se echó atrás sin levantar el
hacha, Canki lo agarró del brazo sin vacilar. Por el momento,
él era quien mandaba.
—Debéis hacerlo.
Suddhodana no sentía un gran aprecio por la casta
sacerdotal y sabía que había roto una tradición sagrada,
cuando su obligación era respetarla y hacer que se cumpliera.
Pero en ese momento el contacto del sacerdote le
dio asco. Volvió la espalda y caminó con paso firme hacia
el palacio.
Una mujer le cerró el paso.
—Debéis mirarlo, majestad. Por favor.
En el lapso que tardó en oír las palabras, Suddhodana
comprendió que la nodriza Kakoli no lo dejaba avanzar.
Tenía a Siddhartha en brazos y, con movimientos inseguros,
lo alzaba en dirección al rey. Los ojos le
brillaban por las lágrimas.
—Es precioso. Es una bendición.
Desde la muerte de su esposa, el rey no había querido
saber nada de su hijo. No podía evitar pensar que si el
niño no hubiese nacido, su mujer seguiría viva.
—¿Que yo debo mirarlo? ¿Por qué no mira él?
Suddhodana lanzó una mirada furiosa a la nodriza y
le quitó al infante de los brazos. El bebé empezó a llorar
cuando su padre lo alzó por encima de las cabezas de los
dolientes, para que pudiese ver bien el cuerpo incendiado.
—¡Señor! —Kakoli trató de recuperar al niño, pero
Suddhodana se lo impidió. Todos se volvieron para ver
lo que ocurría. El rey los desafió con la mirada.
—¡Su madre está muerta! —gritó—. No me queda
nada. —Se dio la vuelta para enfrentarse a Kakoli—. ¿Es
eso parte de la bendición?
La vieja nodriza se tapó la boca con una mano temblorosa.
Su debilidad sólo conseguía enfurecer más a
Suddhodana. El rey avanzó hacia ella y disfrutó cuando
vio que la anciana se encogía ante la amenaza.
—Deja de gimotear. Que Siddhartha vea la inmundicia
que es el mundo en realidad.
Le entregó el niño y se marchó hacia el palacio a
grandes zancadas. Entró en la gran sala, buscando un
oponente más aguerrido que una mujer o un sacerdote.
Necesitaba una batalla con urgencia, algo a lo que pudiera
arrojarse con desenfreno.
Se detuvo en seco ante lo que vio. Había una vieja
fregona arrodillada, raspando cenizas del hogar con las
manos nudosas. Una cortina de pelo gris y desordenado le
cubría los ojos legañosos. Cuando la mujer lo vio, sonrió,
abriendo las fauces desdentadas. Suddhodana tembló. Allí
estaba su propio demonio personal. Se quedó paralizado,
preguntándose con pesar qué daño habría de hacerle.

La vieja sacudió la cabeza, como si comprendiera.
Con parsimonia, tomó un puñado de cenizas de las brasas
frías y lo sostuvo sobre su cabeza, dejando que cayeran
poco a poco en su pelo. Se burlaba de los dolientes
que estaban afuera y del rey al mismo tiempo.
—Tu pobre esposa, tan bonita. Ahora está con nosotros.
Y la amamos tanto como la amaste tú.
La fregona se frotó la ceniza por la cara, tanto que
sólo la boca arrugada y los ojos penetrantes quedaron libres
de manchones y franjas negras. Lo tenía atrapado.
Si él perdía el control y liberaba toda la pena y el horror
que había reprimido, se abriría una brecha que podrían
utilizar los demonios. Cada vez que pensara en Maya, su
mente se vería invadida por imágenes monstruosas. Pero
si resistía la tentación y guardaba su pena en una prisión
de acero, jamás la liberaría, y los demonios flotarían a su
alrededor, esperando el día en que el dolor lo destruyese
desde dentro.
La vieja sabía todo esto y esperaba la reacción del
rey. Los ojos de Suddhodana perdieron todo rastro de
ansiedad y se volvieron duros como el pedernal. Invocó
en su mente el rostro de Maya, tomó un hacha y destruyó
el recuerdo, de una vez y para siempre. El aire que lo rodeaba
estaba viciado con el humo funerario que llegaba
desde los jardines. Había elegido el camino del guerrero.

En el salón de recepciones brillaban cien lámparas
de aceite con una luz débil, sostenidas en alto por los
cortesanos, que se estiraban para ver mejor. Al principio,
el espectáculo había sido bastante tranquilo; pero cuando
empezaron los sacrificios de animales, los berridos de
los cabritos y el brillo de los cuchillos cambiaron la atmósfera.
Ya inquietos, los cortesanos empezaron a caminar
y a dar vueltas, elevando un clamor sobre los cantos
ceremoniales de los brahmanes.
Suddhodana estaba de pie en medio del tumulto,
cada vez más impaciente. Era la ceremonia oficial en la
que recibiría nombre su nuevo hijo, y los astrólogos de
la corte, los jyotishis, leerían en voz alta la carta astral del
bebé. El destino de Siddhartha sería desvelado, y su vida,
a partir de ese momento, condicionada para siempre. Sin
embargo, los astrólogos no revelaban demasiado. En lugar
de ello, los cuatro ancianos se inclinaban sobre la cuna,
rascándose la barba y balbuceando ambigüedades y
lugares comunes. «La posición de Venus es beneficiosa.
La décima casa parece prometedora, pero la luna llena
está alineada con Saturno; necesitará tiempo para desarrollar
su mente».
—¿Cuántos de vosotros seguís vivos? —gruñó Suddhodana—.
¿Cuatro? Habría jurado que erais cinco.
Era inútil, no obstante, lanzar amenazas implícitas.
Los astrólogos eran criaturas extrañas, pero respetadas; y
el rey sabía que era peligroso desafiarlos. Pertenecían a la
casta de los brahmanes y, si bien trabajaban para el rey, él
no era más que un miembro de la casta de los chatrias: a
los ojos de Dios, los sacerdotes eran superiores. Después
del funeral de Maya, Suddhodana había pasado varios días
solo, encerrado bajo llave en sus aposentos. Sin embargo,
había un reino que cuidar y una línea de sucesión que
mantener frente al mundo y los enemigos que acechaban.
Cualquier cosa oscura que dijesen los astrólogos sería un
estigma de debilidad para todo el linaje de Suddhodana.
—¿Está a salvo o morirá? Decídmelo ahora —exigió
Suddhodana.
El jyotishi más anciano negó con la cabeza.
—La muerte era el karma de la madre, pero el hijo
está a salvo. —Las palabras eran poderosas. Todos los
presentes las oyeron y las aceptaron. Servirían para disuadir
a los posibles asesinos, en caso de que alguien hubiera
sido contratado para matar al príncipe furtivamente:
las estrellas predecían que cualquier intento de ese
tipo fracasaría.
—Continúa —volvió a exigir el rey. La expectación
acalló el clamor circundante.
—Esta carta pertenece a alguien que algún día será
un gran rey —declamó el mayor de los jyotishis, asegurándose
de que las palabras llegaran a tantas personas
como fuese posible.
—¿Por qué no empezasteis por ahí? Continuad.
Quiero oírlo todo. —Suddhodana ladraba, impaciente,
pero en su interior sentía un inmenso alivio.
Los astrólogos se miraban entre sí, nerviosos.
—Hay… complicaciones.

—¿Qué quiere decir eso, exactamente? ¡Hablad! —La
mirada de Suddhodana destilaba odio, desafiándolos a
que se atrevieran a retirar siquiera una palabra del vaticinio.
El jyotishi más anciano carraspeó. Canki, el brahmán
principal, se acercó, movido por la sospecha de que
tendría que intervenir.
—¿Confiáis en nosotros, alteza? —preguntó el jyotishi
más anciano.
—Por supuesto. Sólo he ejecutado a un astrólogo,
tal vez a dos. ¿Qué tenéis que contarme?
—La carta vaticina que vuestro hijo no reinará en el
reino de los sakya. —Se hizo una pausa dramática, mientras
el rey maldecía entre dientes—. Dominará los cuatro
rincones de la tierra.
La afirmación causó gran asombro entre la multitud.
Algunos cortesanos quedaron boquiabiertos, otros
aplaudieron, pero casi todos estaban anonadados. Las
palabras del jyotishi habían tenido el efecto deseado.
Suddhodana, sin embargo, no se dejó intimidar.
—¿Cuánto os pago por vuestra labor? Debe de ser
demasiado. ¿Realmente esperáis que crea semejante cosa?
—preguntó, afectando un tono burlón. Quería poner
a prueba la firmeza del anciano.
Sin embargo, antes de que el jyotishi encontrara
una respuesta, la multitud se estremeció. Las lámparas
de aceite, que hasta entonces se habían mecido en el aire
como estrellas errantes, se detuvieron repentinamente.
Los cortesanos se apartaban y hacían reverencias, dejando
paso a alguien que acababa de entrar en la sala, una
eminencia.
«Asita, Asita».
No hizo falta que Suddhodana oyera el nombre que
iba de boca en boca. Reconoció a Asita en cuanto lo vio;
se habían conocido mucho tiempo antes. Cuando Suddhodana
tenía siete años, los guardias lo habían despertado
en mitad de la noche. Había un poni listo junto a su padre,
que montaba un corcel negro. El viejo rey no dijo
nada y se limitó a hacer gestos para que avanzara la caravana.
Suddhodana estaba nervioso, como cada vez que se
encontraba junto a su padre. Cabalgaban entre un grupo
de guardias hacia las montañas. Cuando el pequeño pensó
que estaba a punto de dormirse sobre la montura, el viejo
rey se detuvo. Pidió que pusieran al niño en sus brazos
y subió con él por el pedregal de una ladera, hacia una
cueva que había sobre sus cabezas. La entrada estaba
oculta con malezas y rocas caídas, pero su padre parecía
conocer el camino.
De pie bajo la luz del alba, el rey gritó:
—¡Asita!
Tras una pausa, salió un ermitaño desnudo, con una
actitud que no delataba ni obediencia ni rebeldía.
—Has bendecido a mi familia durante generaciones.
Ahora bendice a mi hijo —dijo el rey. El niño miró
con atención al hombre desnudo. A juzgar por la barba,
que todavía no era del todo gris, no podía tener más de
cincuenta años. ¿Cómo era posible que hubiese bendecido
a la familia durante generaciones? Luego, el viejo rey
depositó a su hijo en el suelo; Suddhodana corrió y se
arrodilló frente al eremita.
Asita se inclinó.
—¿Realmente quieres que te bendiga? —El niño
estaba confundido—. Sé sincero.
Suddhodana había recibido muchas bendiciones en
su corta vida; convocaban a los brahmanes incluso cuando
el heredero tenía un pequeño resfriado.
—Sí, quiero que me bendigas —respondió automáticamente.
Asita le clavó la mirada.
—No, tú quieres matar. Y conquistar. —El niño
trató de contestar, pero Asita lo interrumpió—. Sólo
te digo lo que veo. No necesitas una bendición para
destruir. —Mientras decía esas palabras, el ermitaño
sostuvo su mano sobre la cabeza del niño, como haciendo
lo que le habían solicitado. Asintió en dirección
del viejo rey, que estaba a cierta distancia y no podía
oírlo.
—Te doy por tanto la bendición de la muerte —le
dijo Asita al muchacho—. Es la que te mereces, y te servirá
en el futuro. Ahora ve con tu padre.
Sorprendido, pero sin sentirse insultado, el chico
se puso de pie y volvió corriendo junto a su padre, que
parecía satisfecho. Pero con el paso del tiempo, Suddhodana
se dio cuenta de que su padre era un rey débil,
un vasallo de los soberanos del lugar, que dominaban
con mayor energía y decisión y ejércitos más
poderosos. Acabó avergonzándose de ello y, aunque
nunca supo qué había querido decir Asita cuando le
dio la bendición de la muerte, no le molestó advertir
que su propio carácter había resultado ser feroz y ambicioso.
—Tu presencia nos honra. —Suddhodana se arrodilló
mientras Asita se acercaba. Aunque el ermitaño parecía
más viejo, no se le notaban las tres décadas que habían
pasado desde su último encuentro. Asita ignoró al
rey y caminó directamente hacia la cuna. Miró en el interior;
luego se volvió para dirigirse a los jyotishis.

—La carta. —Asita esperó a que le entregaran el
pergamino de piel de oveja. Lo estudió unos instantes.
—Un gran rey. Un gran rey —dijo Asita, repitiendo
las palabras con voz monótona y carente de emoción—.
Jamás será un gran rey.
Silencio tenso. Los cortesanos sabían lo que podía suscitar
la ira de Suddhodana. Pero el rey no estaba furioso.
Asita ya había acertado en sus predicciones antes.
—Entonces… ¿mi trono está perdido? ¿Soy el último?
Asita respondió:
—¿Y por qué habría de importarme un trono? —Tal
vez Asita ignoraba al rey, pero no podía despegar los ojos
del bebé.
—No hay duda de que se ve un gran líder en esta
carta —insistió el más anciano de los jyotishis.
—¿Lo ves tú? —preguntó Suddhodana.
Pero el ermitaño actuaba de manera extraña. Sin
responder, se arrodilló frente al bebé con la cabeza inclinada
en una reverencia. Siddhartha, que hasta entonces
había estado tranquilo, se interesó por el nuevo visitante;
movió los pies, y uno de ellos rozó la cabeza de Asita. De
pronto brotaban lágrimas de los ojos del ermitaño. Suddhodana
se inclinó para ayudarlo a ponerse de pie. El venerado
asceta no rechazó la atención, a pesar de que en
circunstancias normales habría sido una grave ofensa para
un hombre santo.
—¿Qué preguntaste? —dijo. En ese momento parecía
un hombre viejo y marchito.
—Mi hijo… ¿Por qué no gobernará? Si su destino
es la muerte temprana, dímelo.
Asita miró al rey como si acabara de advertir su presencia.
—Sí, morirá… para ti.
El revuelo y la agitación se habían apoderado de la
corte, pero Suddhodana, que debería haber preguntado
esas cosas en privado, estaba demasiado excitado para temer
que lo oyeran.
—Explícate —dijo.
—Es imposible hacer una predicción certera: es
Siddhartha, el que puede satisfacer cualquier deseo. Pero
eso no es suficiente. El deseo puede traer la ruina, en especial
en el caso de este niño, porque está dividido en su
interior. —Asita hizo una pausa cuando advirtió la confusión
y la desazón en la cara del rey—. Tiene dos destinos.
Tus jyotishis no vieron más que uno, sin advertir el otro.

Aunque Asita hablaba con el rey, no apartó en ningún
momento la vista de la cuna.
—Tú quieres que sea rey, pero quizás cuando crezca
elija el otro rumbo. Su segundo destino.
La expresión de Suddhodana delataba una confusión
absoluta.
—¿Cuál es su segundo destino?
—Dominar su propia alma.
En la cara del rey se esbozó una sonrisa de alivio.
—¿Crees que es tan fácil? —preguntó Asita.
—Creo que sólo un tonto cambiaría el mundo por
un destino como ése, y me encargaré personalmente de
que mi hijo no sea un tonto.
—Una vez que haya muerto para ti, no estarás seguro
de nada ni podrás encargarte de nada. —La sonrisa
del rey se desvaneció—. Cometes un error. Dominar el
mundo es un juego de niños. Dominar de verdad tu alma
es como dominar la creación. Es algo que está incluso
por encima de los dioses.
El viejo ermitaño no había terminado.
—Tú también estás en esta carta. Dice que sufrirás
por tu hijo como ningún padre ha sufrido jamás, o te inclinarás
ante él con reverencia.
Suddhodana soltó un rugido de furia e incredulidad.
—Estás equivocado, viejo monje. Él será lo que yo
quiera. —La cara del rey estaba lívida de ira—. ¡Fuera de
aquí ahora mismo! ¡Todos vosotros! ¡Marchaos!
La situación había sido demasiado dramática, incluso
para los cortesanos, siempre ávidos de sucesos que alimentaran
el cotilleo. La mitad de las lámparas de aceite ya
se había extinguido. Bajo la luz mortecina, las siluetas eran
como sombras incorpóreas que se apartaban de la vista del
rey haciendo reverencias. Los jyotishis ocupaban la parte
delantera de la comitiva, deshaciéndose en disculpas y
bendiciones nerviosas. Canki quería ser el último en retirarse,
pero le pareció más prudente esfumarse en cuanto
el rey le lanzó una mirada incandescente. Apenas unos
instantes después, Asita era el único que quedaba.
Sin el público, Suddhodana podía hablar sin tapujos.
—¿Es cierto todo lo que dijiste? ¿No hay nada que
yo pueda hacer?
—No importa lo que te diga, lo harás de todos modos.
—Al no recibir respuesta, Asita se dispuso a retirarse,
pero el rey lo retuvo una vez más.
—Sólo dime una cosa más. ¿Por qué lloraste cuando
viste a mi hijo? —preguntó Suddhodana.
—Porque no viviré lo suficiente para escuchar las
verdades de Buda —contestó Asita.